Job pierde su salud y sus tres amigos
Job pierde su salud (Job 2:1-10)
Y sucedió que otro día comparecieron los hijos de Dios a la presencia del Señor, y asimismo Satanás se halló entre ellos, y se puso en su presencia. Y le dijo el Señor a Satanás: ¿De dónde vendrás tú? El cual le respondió: He dado la vuelta por la tierra, y la he recorrido toda. Le replicó el Señor: ¿Pues no has observado a mi siervo Job cómo no tiene semejante en la tierra, varón sencillo, y recto, y temeroso de Dios, y muy ajeno de todo mal obrar, y que aún conserva la inocencia? Y eso que tú me has incitado contra él, para que yo le atribulase sin merecerlo. A esto respondió Satanás, diciendo: El hombre dará siempre la piel de otro por conservar la suya propia, y abandonará de buena gana cuanto posee por salvar su vida; y si no, extiende tu mano y toca sus huesos y carne, y verás cómo entonces te menosprecia cara a cara. Dijo, pues, el Señor a Satanás: Ahora bien, anda, en tu mano está; pero consérvale la vida. Con eso partiendo Satanás de la presencia del Señor, hirió a Job con una úlcera horrible desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza; y de suerte que sentado en un estercolero, se raía la podredumbre con un casco de teja. Y le dijo su mujer: ¿Todavía permaneces tú en tu estúpida simplicidad? Sí, bendice a Dios, y muérete. Le respondió Job: Has hablado como una de las mujeres sin seso. Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibiremos también los males? En medio de todas estas cosas no pecó Job en cuanto dijo.
Los tres amigos de Job (Job 2:11-13)
Entretanto tres príncipes amigos de Job, habiendo oído todas las desgracias que le habían sobrevenido, partieron cada cual de su casa y estados: Elifaz de Temán, Baldad de Suhá, Sofar de Naamat; porque habían concertado entre sí venir juntos a visitarle y consolarle. Y cuando desde lejos alzaron los ojos para mirarle, le desconocieron; y así exclamando, prorrumpieron en lágrimas, y rasgando sus vestidos, esparcieron polvo por el aire sobre sus cabezas, y estuvieron con él sentados en el suelo siete días y siete noches, sin hablarle palabra, al ver que su dolor era tan vehemente.